Les souvenirs d’un chasseur d’Afrique I

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Me he casado con un americano y vivo el el Wild Wild West. Esto ya lo dije en un post anterior, pero repetirlo me ayuda a hacerme a la idea. Ya sé que está mal generalizar, que Estados Unidos es muy grande y que cada casa es un mundo, pero siempre he tenido la sensación de que es una cultura alienígena. No es que haya sido un choque cultural, pero el verme un cuatro de Julio bendiciendo la mesa mientras se escuchan fuegos artificiales fuera y una bandera ondea el el jardín casi hace que me reviente una vena en el cerebro. No me parecía posible que todo eso fuera real.

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Sólo tienes dos opciones: Aprender a disimular muy bien y que parezca que a ti todo te parece normalísimo, o convertirte en Paco Martínez Soria. Al principio a mi marido le parecía muy “cute” que todo me sorprenda tanto. Al principio… Pero como toda moneda tiene dos caras, este verano ha venido a las fiestas de mi pueblo.

Nos había invitado mi familia y era imposible negarse. Creo que aprovecharon la ocasión porque sabían que si me pillan a mi sola no me engañan, así que fueron a por él y el pobre es educado y caballero (a parte de guiri), así que dijo «sí» sin pensárselo y yo callé como una puta porque me venía bien darle una pequeña lección. Lo único que alcancé a decir con la boquita pequeña fue que tuviese en cuenta que en mi pueblo, fiesta toda la noche es literalmente, toda la noche.

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A él le hacia bastante ilusión. Supongo en su cabeza debía de ver mi pueblo como una villa en la Toscana adornada con banderolas y farolillos, con un amable anciano tocando el acordeón y una mesa llena de quesos y vinos. Nada más lejos de la realidad, yo soy de un pueblo costero del levante español. Así que fiestas significa adolescentes ruidosos alcoholizados, adultos ruidosos alcoholizados, motos, petardos, charangas, Paquito el chocolatero y vuelta a empezar otra vez durante diez días sin descanso.

Mis abuelos nos prestaron su casa en el centro del pueblo para que estuviésemos “más tranquilos solos”. Así que después de veinte horas de vuelo y cinco de coche llegamos al centro neurálgico de la parranda, dimos cinco vueltas al recinto de toros que parecía el París-Dakar con la arena que ponen para que el pobre bicho no se mate y llegamos a casa.

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Nada más llegar teníamos cuatro casales de peñas, uno en cada esquina. La cara de mi pobre marido era un cuadro. Los primeros tres segundos le pareció encantador que todos fuesen vestidos de distintos colores y estuviesen tan contentos. Justo entonces encendieron la música dentro de los locales y aparecieron un par de charangas. Su primer impulso fue protegerme, creo que pensaba que acababa de estallar la guerra. Que mono él… Y qué tonta yo, que me di cuenta que darle una lección me iba a costar no dormir en los próximos días.

Intenté explicarle que son grupos de amigos, casi todos menores, que alquilan un local sin licencia, comprar alcohol para dar de beber a todo el pueblo, instalan un equipo de música de macro festival y se van visitar los locales de otros que han hecho lo mismo y a beberse su alcohol.

– ¿Gratis? Pregunta él. – Claro. – ¿Y por qué no se beben lo que han comprado ellos y se quedan en su local en vez de conducir borrachos a otro sitio? -… – ¿Y la policía? – En los toros. – ¿Y qué celebran? ¿Es una especie de fiesta nacional? – No, es la patrona del pueblo. – ¿Son religiosos? – No. – Entonces, esos himnos que cantan que suenan tan patrióticos ¿Qué dicen? – A que te toco el chochimorris, Paquito el Chocolatero, Queremos que X nos baile la pelusa… – ¿A qué hora acaba? – Sin descanso hasta dentro de diez días.

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Por fin ha entendido que aunque parezca que tienes una idea de cómo puede ser un país, nada como una buena dosis de fiestas levantinas para ver lo marcianos que somos.

Texto y fotos: Moni Navarro

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