La velocidad de la noche, por Jordi Corominas i Julián

He centrado mi vida nocturna en un espacio de doscientos metros. Esto ha sido así durante quince años y no creo que cambie. Nací en el Guinardó y en mis primeras correrías adolescentes aterricé en Gràcia. A finales de los noventa del siglo pasado fue el tiempo de las plazas, que no cerraban nunca y se convertían en gloriosas instalaciones donde la cerveza corría y era muy fácil sentarse en los suelos de Oriol Bohigas, emborracharse y ligar hasta el amanecer.

Resolis

Las fiestas del barrio no estaban masificadas y éramos los amos. En el Resolís ponían mesas fuera y los platos de patatas bravas iban acompañados por una barra de cuarto. Eso era una especie de felicidad que con el tiempo viró hacia una serie de actitudes consistentes en invadir las terrazas en pleno invierno, porque estaban vacías, y elegir una guarida cuando oscurecía. Las predilectas fueron tres, una santísima trinidad ubicada en quince metros, del bar Raïm, el cubano de toda la vida, a Elsa Bar, donde una vieja diva de la Antilla nos invitaba a su fiesta de cumpleaños y de vez en cuando se soltaba por boleros para emocionar al personal, nutrido de personajes prototípicos como Domingo, el viejo que metía mano a las jóvenes y decía Toma Castaña cada dos por tres, o el señor Carlos, un homosexual con aires de Julio Iglesias que aseguraba decir frases que no olvidaríamos en la vida.

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Domingo, que nació el 14 de julio de 1930, quizá esté muerto, ya no sé nada de él. Fue el primero en irse. Ahora ese triángulo de las Bermudas, completado con un bar de la calle Siracusa que nunca ha prosperado, languidece. Elsa se jubila, el Cubano se ha transformado en un espacio para turistas y el resto es silencio e historia. Me he trasladado cerca de la mal llamada Plaça de la Vila, que para los parroquianos siempre será de Rius i Taulet, a un chino donde todo es surrealismo y la cerveza vale un euro, pura fantasía, poesía de la normalidad en un enclave que cada vez ignora más una antigüedad que parece carpetovetónica porque los modernos han cambiado las tornas y la gente conoce las veladas grasientas por el Helio y cuatro garitos más donde los precios son caros, las caras bonitas y la monotonía una insana inercia de rutina.

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(Nota de fotógrafo: el Elsa bar ahora se llama Be happy bar.)

Sin embargo aún existen reductos. La Gaviota, templo de ver el fútbol junto al decrépito Barbarela, resiste a duras penas, rodeada de tiendas que quisieron que Gràcia fuera el Born. Los pakis, presentes ya desde hace tres lustros, son la esperanza de perpetuar lo inconcreto, ese magma del que nada atendíamos porque las horas eran las que fabricaban los acontecimientos, sin mando a distancia ni previsiones de teléfono móvil. Venden birra, son una familia y se distinguen de sus compatriotas de La Rambla porque se integran al paisaje: son compañeros, amigos y hasta confesores, testimonios que también saben captar los caracteres de todos y cada uno de los personajes emblemáticos, entre los que, me gusto o no, debo incluirme porque entre los habituales nos conocemos, como si fuéramos una secta que alberga en su interior los secretos de nuestro hábitat.

Bar barela

Gràcia para quien escribe es el sitio de la conversación, donde charlar hasta las tantas mientras bebes y los temas fluyen solos. Mi mejor compinche es José Luis, de quien no sé nada desde hace tres días. Tiene setenta años y sigue siendo un enfant terrible, alma salvaje que da mil vueltas a los que vendrán, y cuando desaparezca, como ven hay algo mortuorio en este artículo, el mundo será más pobre. Esta Rive Gauche de Barcelona contrasta con el Raval, donde los minutos se aceleran entre guiris y hipsters que sin saberlos son los cachorros adiestrados del neoliberalismo, seres conservadores que sin innovar venden la moto y se adueñan de los laberintos que otrora fueron de putas y anarquistas. Quizá serían más felices si el Ayuntamiento, algo que impidió la crisis, hubiera conseguido su sueño de mantener las fachadas de siempre para reformar los interiores hasta que fueran lofts de gentrificación ejemplar.

La gabiota

La crónica de estas dos ciudades es la de un binomio de comprender la luna y su hemisferio. En el norte de Barcelona la lentitud de la conversación se acelera con el alcohol. En el sur, cerca del mar, la fotogenia, el postureo y la postal se llevan la palma en fracciones que van veloces sin pensar en el pasado desde la creencia, ya dará sus hostias la crisis, que el futuro es suyo. Alternativas, opciones y mentiras que cada uno se impone son las auténticas reinas sea donde sea, eso siempre ha sido así y no seremos nosotros quienes apretemos el botón que cancele el delirio de la eterna pretensión.

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Si hablo de esta dualidad es porque mi existencia ve en esos polos una metáfora de la ciudad. Divididos por la Rambla y el Paseo de Gràcia, zonas que ya no pertenecen a los ciudadanos, se han vuelto ghettos donde sus habitantes están tan ricamente. Bajar a Barcelona es una expresión típica del mi barrio de adopción, algo propiciado por su estructura urbana, con cuatro calles que son murallas que delimitan su perímetro hasta proporcionar una extraña seguridad: Córcega, Gran de Gràcia, Travessera de Dalt y Escorial, tetralogía de cobijo, baluartes invisibles de una zona que ahora, algo comprensible en la metamorfosis, potencia una idea bohemia, sin que nadie sepa el verdadero sentido del vocablo, reflejada en Verdi y la proliferación de librerías por su cuadrícula, pequeñas y selectas, activas y populares como Pequod, donde la labor de Consu y Pere demuestra que la época será de la energía alejada de fastos y cantidades ingentes de capital, con una ética que del ruido dará paso a una lógica que ya concretaremos, no tengo dudas.

Pequod

Pese a ello, pese a todo, algo se está muriendo en Gràcia. La defunción de los bares que me vieron crecer, su trágica despedida, indica que en breve quizá haya pasado mi juventud y mi gusto se traslade hacia otras latitudes. Las autoridades se vanaglorian de nuevas creaciones, entre las que ahora mismo destaca Glòries y su modernidad del derroche inútil. Los hombres de a pie desafían las convenciones municipales y buscan su satisfacción con sigilo. Creo que Poblenou, con un dinamismo que poco a pocos nos asombrará, va camino de ser algo grande. Xavi de No Llegiu, estupenda librería de calmo frenesí, podría informarnos con garantías desde la calle de la Amistad. En otra parte la fiesta se mueve cerca de la sede del PP, donde la +Bernat es encomiable en su labor de dar al barrio, pionero de restaurantes italianos a finales de los sesenta, una librería que es centro de reunión y que llena en las presentaciones con nombres que merecidamente estimulan desde la obra, con una trayectoria rotunda que ha superado incomprensiones olvidadas porque la cronología cancela fallos del terreno. El problema es que la infinitud no gusta, por eso nos limitamos cuando lo que se expande pide a gritos ser paseado para que el cuerpo tenga muchos colores.

Texto: Jordi Corominas i Julian

Fotos: Ismael Llopis

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